Bueno, para inaugurar el trocito de blog que
me pertenece quiero empezar hablando acerca del exterior, de la gente de
nuestro alrededor. Con esto quiero referirme a todo cuanto nos rodea, nos
absorbe y no nos deja ser nosotros. Nos obliga a ser un mísero componente de
algo globalizado que nos envuelve y nos ciega. Hablo de la sociedad y de sus
opiniones, de las innecesarias expectativas con las que nos etiqueta y que cree
que cumpliremos, de las fuertes influencias que ejerce sobre nosotros. La
sociedad, la misma que nos atrapa y se cree con el derecho de dirigirnos, que nos
obliga a formar parte de algo sin siquiera preguntarnos y que se apropia de
nosotros restándonos valor, como si sin ella no fuésemos nada. Y lo más triste,
sin lugar a dudas, que tiene razón.
Sin nadie no somos nada. Me hace bastante
gracia la palabra “independiente”, alguien que cree que se puede hacer valer
por sí mismo únicamente porque viva solo en un piso y se haga cargo de sacar al
perro tres veces al día. Pero la verdad es que yo no sé qué entender por
independencia. Por mucho empeño que le pongas, la dependencia está ahí y es tan
inevitable como la propia muerte. Desde el quiosquero que te vende el periódico
o la hipoteca que pagas no sabes ni a quién, hasta las palabras de cariño de
alguien para demostrarte que sigue ahí. Dependemos de todo y para todo, y por
muy solo o alejado del mundo que te encuentres, siempre estarás dependiendo de
alguien o algo.
No sé cuál de las dos definiciones que
aparecen en el diccionario creerme menos, la de que alguien independiente es
aquel que no depende de nadie o la de que ese alguien mantiene sus propias
decisiones ajeno a las de los demás. Nos hemos desarrollado en la sociedad del
“qué dirán”: si lo que hago estará bien o estará mal, o mejor dicho, lo verán
bien o lo verán mal. Nos encanta aquello de incentivar nuestro ego gritando a
los cuatro vientos lo poco que nos importa lo que opina la gente. Sin embargo,
lo más triste es que quién más fuerte lo grita es al que más le importa,
sencillamente porque el grito más alto es el primero que llega a oídos de los
que lanzan las opiniones que tan igual nos dan.
Por supuesto,
nos influye el “qué dirán” y, desgraciadamente, a mí la primera. Por
otro lado, también están los que se refugian en que solo les importa la opinión
de la gente que les valora, que les quiere; pero son los primeros en esperar
una notable calificación por parte de un profesor por el que lo último que
sentirían sería cariño o en esperar una inútil aprobación de alguien sobre algo
que han escrito.
Y sí, estoy opinando sobre las opiniones. Opiniones que nos gusta o, más bien, gustaría pasar por alto pero de las que no somos capaces de prescindir. Porque, queramos o no, somos seres dependientes e inevitablemente dependemos de las opiniones y, en general, dependemos de la vida, que no es más que otra, aunque adornada, opinión más.
Victoria.